Un reto creativo: un cuento cada semana entre octubre y diciembre. Trece cuentos.

Relato a la huida

Relato a la huida

El pistolero barbudo y mugriento entró en el salón. No había música. Ni siquiera un piano. Tres o cuatro clientes cada uno en una mesa con tapete verde. Otro cliente en la barra, adormilado sobre su brazo derecho. El camarero o el dueño del bar, no está claro y tampoco importa, miró por encima del periódico al recién llegado.

—Busco un cuento —dijo el pistolero acercándose a la barra. Quería que todos lo oyeran.




El único cliente que miró fue un viejo con pantalones marrones con tirantes sobre unos calzoncillos-camiseta rojos.

—¿Un whisky? —el dueño del bar o el camarero sin soltar el periódico. Mejor dueño, para abreviar la lectura.
—¿Ha pasado alguno aquí?
—Un whisky y le digo lo que sé.

El pistolero asintió.

—Por aquí pasan algunos —el dueño llenando un vaso pequeño.
—El que busco tiene una chiquilla rubia en una estación de tren, un gordo con traje blanco y bigotito y unos marcos dorados… —después tomó un sorbo whisky de un trago.
—Me habla de un cliché, amigo.
—¿Como usted?
—¿Me ha visto secando vasos con un paño viejo?

El pistolero no respondió.

—En las películas los camareros secan vasos con un paño —dijo el dueño—. Pero si haces eso acabas por dejar pequeños hilos. ¿A quién le gusta beber en un vaso con hilos pequeños?

El pistolero no respondió. El dueño del bar apartó la botella y volvió a su periódico. El pistolero se acercó whisky en mano a uno al viejo de los calzoncillos-camiseta rojos. Barba blanca. Botas con bocas.

—¿Puedo sentarme? —dijo el pistolero.

El viejo dijo «adelante» o levantó la mano. El caso es que invitó al pistolero a sentarse.

—Busco… —dijo el pistolero acomodándose en la silla.
—No soy sordo.
—¿Lo ha visto?
—Puede ser, pero si ha pasado… no me acuerdo. Aquí se viene a morir.
—¿A morir?

El pistolero advirtió que el viejo tenía un vaso con telarañas y un punto de whisky de malta solidificado. Apenas movió la cabeza para señalar a los clientes:

—El calvo vino a buscar un castillo —hablaba con lentitud y parecía que en cualquier momento se detendría para siempre como un segundero que avanza a saltitos—. Un castillo que apareció en Madrid en 1952, en medio de Madrid.
—¿Busca el castillo?
—El castillo lo tiene. Busca a los godos y a los guardias civiles.

El pistolero acercó la copa al viejo.

—Gracias —dijo el viejo y apuró el licor de un trago—. El que está junto a la puerta —miró al médico—… Busca a una mujer con una sola pierna, la pierna izquierda. Roba para ella zapatos de muestra.
—¿Y qué más?
—Roba zapatos, eso es todo.
—¿Y usted?
—Busco pensamientos. Tengo a un hombre en la parte de atrás de un coche, tumbado, con los pies en el suelo. Está escondido, esperando...
—¿Qué espera?
—Tiene que amenazar a alguien. Quizá a una mujer bonita que sabe cosas que no debería saber. Eso no le importa al que espera. Quiero saber qué piensa mientras está escondido.
—Tendrá familia —le pareció una respuesta prosaica—. Quizá le da vueltas a un cuento.
—Quizá —y después de un largo silencio volvió a hablar—. El cuento de un viejo borracho que está en un bar de Oregon en 1856 pensando en un hombre que nacerá cien años después.
—¿Y ese otro?
—¿El buzo?

El pistolero vio que uno de los clientes tenía una escafandra puesta. Era un buzo que parecía sacado de una película antigua en blanco y negro. El pistolero se preguntó cómo no había reparado antes en un tipo tan llamativo. El viejo respondió:

—Pregúntele.

El pistolero se acercó al buzo.

—¿Puedo?

El buzo extendió la mano para señalar una silla y el pistolero se sentó:

—¿Siempre ha estado aquí? —mientras salían sus palabras consideró que cometía una impertinencia.
 
El pistolero creyó escuchar la respuesta del buzo. Al menos vio el cristal de la escafandra cada vez más empañado. El pistolero asentía para mostrar cortesía. Cuando consideró que el buzo dio su respuesta, se disculpó y volvió a la barra.

—¿Le sacó algo al buzo? —dijo el dueño del bar mirando por encima del periódico.
—Otro whisky.
—Ahora mismo —pero no mostró diligencia en servir la copa.
—Eh, usted —mirando al que dormitaba sobre el brazo en la barra—, ¿quiere uno?
—Siempre.
—Dos.

El pistolero cogió su vaso y se acercó al que dormitaba.

—¿Ha visto a una muchacha rubia, a un gordito con bigote y…?

El adormilado negó con la cabeza.

—A este le sacará menos que al buzo —dijo el dueño.
—¿Y usted por qué está aquí? —mirando al dueño.
—Alguien tiene que hacer este trabajo.
—¿Nunca cierra?
—¿Usted cree que es posible? ¿Aún no sabe dónde está?
—No estoy seguro.
—No es la primera vez que ha estado aquí. ¿No reconoce a esta gente?

El pistolero miró a los clientes y reconoció su rostro en cada uno de ellos, como si fueran hermanos gemelos. Aunque el buzo no se quitó la escafandra si lo hubiera hecho, el pistolero habría encontrado otra réplica de sí.

—Aquí están tus principios congelados —dijo el dueño—. Imágenes, palabras sueltas, alguna frase con sus puntos y sus comas… Aquí están cogiendo polvo.

El pistolero se sintió cobarde. Dio media vuelta y salió. Se escucharon cascos de caballo alejándose.

[Relato dos de trece].
       

No hay comentarios :

Publicar un comentario