Tarde en el balcón
El señor N. salió a tomar el sol o quizá fue la señora N. Desde la altura, distinguir al señor N. de la señora N. es imposible. Lo único cierto es que él o ella tomó el sol por última vez. El señor o la señora N. apenas anduvo unos pasos y sintió un fuerte golpe en los intestinos: sobre él o ella había impactado setenta y ocho kilos concentrados en un pie del número cuarenta y dos. Fue mi pie el que reventó al señor o la señora N. de mitad hacia abajo. Un accidente. Mi pie derecho dentro de una zapatilla deportiva coincidió al posarse en la terraza con la salida —o regreso— del señor o la señora N.
En el instante de pisar a N. no reparé en lo que había hecho. Puse el pie izquierdo en la terraza y después el derecho y este se deslizó como si hubiera pisado suelo húmedo. Miré la zapatilla: sangre. Un insecto, pensé. Miré atrás. Y vi al señor o la señora N. inmóvil. Pasé por encima, volví con una escoba y un recogedor y fue entonces cuando vi que la víctima seguía viva. Se agitaba despanzurrada. Con las tripas fuera o lo que me parecieron las tripas. Tenía olvidados las lecciones de las clases de Naturaleza.
«Si lo cortas por la mitad no muere». ¿Quién me lo dijo?
Me puse en cuclillas y vi la boca de N. abriéndose y cerrándose. Sin palabras pedí perdón por mis prisas. Tragaba aire con esfuerzo. «Si lo cortas por la mitad no muere». Imaginé a N. arrastrándose medio cuerpo viejo y medio cuerpo nuevo o quizá medio cuerpo y nada o una larga agonía pegado al suelo por los intestinos secados por el sol.
Encontré una caja de cartón llena de libros y le arranqué una solapa. Volví a la terraza y con cuidado coloqué la solapa sobre N. No quise añadir más dolor. Cerré los puños.
«Será rápido». Mi pensamiento y mi deseo. Pisé la solapa y la levanté. N. seguía con vida. Volví a colocar la solapa. No recuerdo cuántas veces pisé la solapa con N. debajo.
—Hoy pinté mi dormitorio —dije a mi mujer.
Aquella tarde no hice otra cosa en la vieja casa de mis padres, cerrada un año atrás, que pintaba y reparaba a ratos para mantener el precio de venta.
(Relato 3 de 13)
En el instante de pisar a N. no reparé en lo que había hecho. Puse el pie izquierdo en la terraza y después el derecho y este se deslizó como si hubiera pisado suelo húmedo. Miré la zapatilla: sangre. Un insecto, pensé. Miré atrás. Y vi al señor o la señora N. inmóvil. Pasé por encima, volví con una escoba y un recogedor y fue entonces cuando vi que la víctima seguía viva. Se agitaba despanzurrada. Con las tripas fuera o lo que me parecieron las tripas. Tenía olvidados las lecciones de las clases de Naturaleza.
«Si lo cortas por la mitad no muere». ¿Quién me lo dijo?
Me puse en cuclillas y vi la boca de N. abriéndose y cerrándose. Sin palabras pedí perdón por mis prisas. Tragaba aire con esfuerzo. «Si lo cortas por la mitad no muere». Imaginé a N. arrastrándose medio cuerpo viejo y medio cuerpo nuevo o quizá medio cuerpo y nada o una larga agonía pegado al suelo por los intestinos secados por el sol.
Encontré una caja de cartón llena de libros y le arranqué una solapa. Volví a la terraza y con cuidado coloqué la solapa sobre N. No quise añadir más dolor. Cerré los puños.
«Será rápido». Mi pensamiento y mi deseo. Pisé la solapa y la levanté. N. seguía con vida. Volví a colocar la solapa. No recuerdo cuántas veces pisé la solapa con N. debajo.
—Hoy pinté mi dormitorio —dije a mi mujer.
Aquella tarde no hice otra cosa en la vieja casa de mis padres, cerrada un año atrás, que pintaba y reparaba a ratos para mantener el precio de venta.
(Relato 3 de 13)