Un reto creativo: un cuento cada semana entre octubre y diciembre. Trece cuentos.

La escalera de tres peldaños

—Te recuerdo que mañana comemos con mi hermana —dijo Julia en el baño antes de cepillarse los dientes.
—Sí, cariño —dije con desgana y quizá no me escuchó con el ruido del cepillado.


La hermana era pediatra de Médicos sin fronteras en Bolivia. Estaría en España unas horas antes de partir a China. Pasaba la noche en casa de una amiga que vivía cerca del aeropuerto y quería comer en un restaurante cercano. Julia y su hermana llevaban cuatro años sin verse.


—Saca pan —dijo ella.


Pan del congelador.


—Avísame cuando salgas —dije.
—Ya.


Acabé de ver un episodio de Mad Men. No intercambiamos más palabras hasta el desayuno.


—Lo siento, cariño no saqué pan.
—No me escuchas.


Olvidaba con frecuencia lo que Julia decía. Nuestro microondas llevaba entonces tres semanas sin funcionar. Aquella mañana desayunamos cereales de maíz rancios con leche fría.


—Cuando estemos con mi hermana vamos a fingir que nos llevamos bien.


Una frase de película de sobremesa de domingo aunque era sábado por la mañana.


—Soy un buen actor cuando de lo propongo —quise decirlo con gracia, pero soy un mal actor.
—Vamos en coche, así no te pones nervioso.


No me gusta conducir y tampoco el retintín de Julia.


***


Esperamos media hora la llegada del autobús. Ella distraída con su teléfono móvil; yo fingía jugar con el mío mientras imaginaba infidelidades. Seducía a la dependienta pelirroja de una panadería cercana. Me recreaba en su cuerpo pecoso y sus pezones rosados. En el tiempo de espera incluí varios desenlaces: en uno la preñada y la mataba; en otro abandonaba a Julia sin explicaciones. Los rechacé por anticuados y vulgares. En otro mantenía a dos esposas y una hija y todos éramos felices. Entonces temí las cenas de Navidad.


Ocupamos asientos dobles. Julia junto a la ventanilla. A la tercera parada, el autobús se llenó por completo. Yo miraba afuera mientras Julia seguía con su móvil. Me gusta imaginar a los dueños de las casas por los balcones. Muchas flores sugieren una vieja que limpia sobre limpio; con tres o cuatro macetas, un matrimonio joven con prisas; una mesita y dos sillas me dicen que hay jubilados que toman café descafeinado mirando las estrellas...


El autobús se detuvo para cambiar de conductor frente a un edificio de siete u ocho plantas con un taller de coches en el bajo: NEUMÁTICOS NUEVOS Y DE OCASIÓN. En el balcón de la segunda planta, vi a una mujer de cintura para abajo subida a una escalera de tres peldaños. Falda oscura hasta gruesas pantorrillas y bata floreada. Daba fregonazos a la persiana. Subió otro un peldaño. Cuesta limpiar sobre la caja que envuelve el mecanismo giratorio de la persiana. Cuanto más la miraba más crecía mi miedo a que la vieja perdiera el equilibrio, se estampara contra el piso y nadie la socorriera. Recordé un titular:


«Hallan en su casa a una mujer de 81 años que llevaba tres semanas muerta».


Pero el esmero en la limpieza, ¿no indicaba que recibía visitas con frecuencia? Hace un año que ni Julia ni yo limpiamos sobre las cajas de mis persianas. «Bájese señora, bájese», dije para mi. Supuse que aquella mujer se subió a la escalera como otras veces había hecho, y que quizá la próxima semana volvería a hacerlo. «Pero si ahora se cayera, sería mi responsabilidad comunicarlo».


Quería que el autobús arrancara de una vez y dejar atrás mi incertidumbre. Al balcón de la primera planta salió un viejo con una bata azul oscuro. Era mediodía del sábado. Caminaba levantando apenas los pies del suelo con una ¿una pequeña regadera? «Si la vieja se cae y grita, será su responsabilidad».


Llegó el nuevo conductor.


El viejo volvió al piso y la vieja dejó la fregona en el suelo (supongo que dentro del cubo).


El conductor arrancó al mismo tiempo que la vieja echaba la cortina con cierta dificultad: un tirón, otro tirón. Y deje de verla. El autobús dejó la parada atrás.


—Creo que he visto a una vieja caerse de una escalera.
—¿Qué? —Julia con ojos de «no digas tonterías».
—Estaba fregando la persiana y se cayó al suelo del piso.
—¿Estás seguro?


Estaba convencido de que leía los pensamientos de Julia: «¡Quieres sabotear la comida con mi hermana»..


—Necesito comprobarlo —dije.
—Céntrate —nerviosa.
—Si está sola necesitará ayuda
—Te imaginas las cosas.


Me levanté.


—Espera —dijo Julia.


Y me acerqué al conductor. Mientras le hablaba miraba de reojo a Julia; sus ojos destacaban por entre las cabezas de los pasajeros, ojos entre desconcertada y enfurruñados.


—He visto a una señora caerse en su piso y puede necesitar ayuda.


El conductor me miró con hastío.


—¿Puede parar, por favor?
—No puedo. Si lo hago me meten un puro.


«¿Qué haces, imbécil», los ojos de Julia.


El autobús se detuvo en la siguiente parada correspondiente. No miré a Julia antes de bajar. Corrí por la acera contraria hasta encontrar el edificio con el taller de coches. Crucé la calle. Di la vuelta a la manzana y llamé al portero del 1A.


—¿Sí?
—Creo que su vecina de arriba se...


Media hora después llegó una ambulancia. Apoyado en un coche esperé a que llegara. En el móvil tenía tres mensajes de Julia. El último: «Si no se ha caído ninguna vieja recoge tus cosas y vete con tu madre».


***
Marta me miraba con incredulidad. Estábamos tomando unos ron-cola en un barecito del centro. Marta era guionista había escrito un par de libros y nos conocimos en unas charlas sobre Cronenberg. Sabía que la historia con Julia acabó un año atrás.


—Fue verdad que vi a la vieja limpiando la persiana —dije— y que tuve miedo de que se cayera y que echó la persiana.
—A mi no tienes que impresionarme.
—Una vez pude haber sido héroe.


Marta suspiró.


—Era un verano —dije—. Estaba en la parte final del autobús. Había cuatro o cinco pasajeros. Al entrar el autobús en otra calle vi a un viejo. Puede que fuera la única persona que andaba por la calle a las tres de la tarde.


«Sevilla a las tres de la tarde en agosto» parecía el comienzo de un chiste.


—Vi que se llevó la mano a la cabeza... y creo que se estampó contra el suelo.
—¿Crees?
—Todo fue muy confuso. Estaba demasiado cansado. No miré atrás. No quería complicaciones.


Marta tomó un sorbo de ron-cola. Intenté adivinar qué pensaba.


—Al día siguiente leí que dos ancianos habían muerto por un golpe de calor. ¿Y si aquel hombre hubiera sido uno de ellos?

Perdí la ocasión de saborear la lengua de Marta empapada en alcohol.

[Relato uno de trece].

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